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Es patente que las inversiones públicas en materia de agua son insuficientes para cumplir las tareas pendientes, que podemos resumir en la actualización y construcción de nuevas infraestructuras y su adecuada conservación y mantenimiento, lo que es tanto como conseguir un stock de capital público hidráulico que asegure las necesidades de la sociedad. Por ello, se hace imprescindible potenciar la colaboración público-privada, tan carente de regulación y estímulos.
El ciclo urbano del agua comprende el abastecimiento, el saneamiento y la depuración, tareas imprescindibles para garantizar y mantener la vida y asegurar el desarrollo social y cultural; sin menoscabo de las demás infraestructuras que almacenan agua, la transportan y defienden a la sociedad en las épocas de sequías e inundaciones.
Todas esas infraestructuras existen, pero no en la cantidad y calidad debidas, lo que evidencian, entre otros, los planes hidrológicos de cuenca vigentes para el periodo 2022- 2027, que contemplan una pléyade de actuaciones y unos presupuestos, ambos difíciles de cumplir.
La inversión total de estos planes alcanza los 22.844 millones de euros, de las que 6.660 millones corresponden a la mejora del saneamiento y la depuración y 2.200 millones a la del abastecimiento. En cuanto a las medidas, superan los 6.500 millones.
Del monto total de la inversión, la Administración General del Estado financiará 10.600 millones de euros, que representan el 46,7 % del total.
Las cifras son importantes, pero, si nos fijamos en el plazo (2022-2027) en el que se han de cumplir, no lo son tanto, teniendo en cuenta que el ciclo urbano del agua necesita una inversión de más de 35.000 millones de euros.
Con respecto a las medidas programadas, es ilusorio su cumplimiento. Dudamos que las administraciones que se ocupan del agua tengan medios suficientes, lo que ya se constató al hacer el balance de los planes hidrológicos del ciclo anterior.
En cuanto a los fondos de Recuperación, Transformación y Resiliencia, contemplan hasta 2026 una inversión pública de 140.000 millones de euros -pretenden impulsar otros 500.000 millones de euros de inversión privada-, de los que 69.528 millones corresponden a trasferencias en el periodo 2021-2023. No obstante, poco podemos decir de su desarrollo por la falta de trasparencia que rodea su gestión.
De los 69.528 millones de euros, 2.091 millones se dedican al agua (preservación del espacio litoral y de los recursos hídricos), lo que representa el 3 % del total. Escasa apuesta monetaria cuando estamos hablando de un déficit que supera los 35.000 millones de euros. Es verdad que también está el PERTE del agua, con sus 3.060 millones (1.940 millones de inversión pública directa y 1.120 procedentes de la colaboración público-privada), pero también resultan escasos para actualizar las inversiones necesarias en materia de agua.
De otra parte, están las inversiones en materia de agua que contemplan los Presupuestos Generales del Estado y demás entes públicos. Los del Estado para 2023 suponen, respectivamente, para los programas 452 (infraestructuras) y 456 (calidad de las aguas), créditos definitivos de 231.188 millones de euros y 217.582 millones, siendo esta segunda cifra la dedicada al ciclo urbano del agua.
Sin embargo, una cosa es lo presupuestado y otra lo que de ello se gasta, esto es el grado de cumplimiento de la inversión.
En los gráficos, elaborados a partir de los datos que se presentan en las liquidaciones anuales de los presupuestos del Estado por la Intervención General del Estado (ver Figuras 1-4), vemos la serie histórica.
Lo primero que resalta es la falta de uniformidad en las series presupuestarias, esto es, la inversión ni es sostenida ni se sostiene en el tiempo, hecho que desde Asagua hemos dicho en repetidas ocasiones.
Otra cuestión que destaca es el grado de cumplimiento, también irregular en el tiempo, que en algunos años no llega al 50 % de los créditos totales. En ello se observa una influencia notoria del ajuste fiscal para controlar el déficit, que recorta los créditos y pone trabas a su cumplimiento. Esta, digamos insatisfactoria gestión del presupuesto, en la práctica supone gastar menos de lo presupuestado en el año que se incumple, y restar dinero a los créditos del año siguiente, ya que ese dinero que no se gastó no viene ampliado en los Presupuestos Generales del Estado. En definitiva, se pierde. Entre los años 2002 y 2021 esa cantidad ascendió a 2.917.013 millones de euros para el programa 452, y a 1.162.501 millones para el programa 456, lo que representa respectivamente el 27,5 % y 28,3 % de los créditos totales de la serie.
Del agua se habla mucho, pero no se hace lo suficiente por ella. Se establecen planes como los hidrológicos y los especiales de sequía, se la digitaliza y así un largo etcétera, pero nunca se acaba de actualizar el sector, porque las acciones no se acompañan de las inversiones necesarias, no se cumplen en su totalidad o no tienen la necesaria continuidad. Además, las administraciones competentes no tienen los medios necesarios y los procedimientos administrativos no son lo suficientemente ágiles y se alarga mucho el proceso de licitación (plazo que media entre el anuncio y la adjudicación).
El cambio de paradigma se impone para cumplir los mandatos de Europa: tener bien depuradas todas las aguas en beneficio del medioambiente y, en consecuencia, de la salud, el bienestar y la paz social. Con ello España se ahorraría el importe de las multas y podría dedicar ese dinero a las infraestructuras.
Si los recursos públicos son insuficientes para sostener el agua, necesariamente hay que acudir a otras fuentes de ingresos. Y son insuficientes, porque el precio del agua, en líneas generales y con las debidas excepciones, es un precio político que no cumple con la Directiva Marco del Agua, que exige incluir en él todos los gastos, incluidos los de primera instalación.
El precio no es real, porque los servidores públicos consideran que si se incrementa pueden perder votos, de ahí las diferencias de precios entre distintas localidades aún próximas; diferencias que en buena lógica se han de mantener, ya que no en todos los lugares las condiciones en las que se presta el servicio son iguales, pero no en los niveles actuales, por eso se impone la figura del regulador único.
Si se quiere mantener un servicio público de calidad, sostenido y sostenible en el tiempo, y las inversiones públicas son insuficientes, guste o no hay que establecer el precio real para la explotación y desarrollar de forma franca la colaboración público-privada, para lo cual hay que modificar la Ley de Desindexación y su reglamento, que suponen un escollo importante para ello.